La trama: ¿Igualdad política sin igualdad económica?

Estos últimos meses hemos experimentado cómo mucha gente hemos vuelto a pensar en colectivo y a preocuparnos por la política (entendida cómo el arte de solucionar los problemas colectivos, no cómo el circo mediatico de los políticos) y lo hemos hecho de la única forma que sabemos hacerlo los/as de abajo: de forma horizontal y asamblearia, descon’ando de los/as profesionales de la política. Sin embargo, mezclada con esta sana corriente asamblearia surgen discursos orientados a la reforma/mejora de la democracia (ley electoral, referéndums, listas abiertas, etc.).

La mayoría de las veces se da cobertura a estas ideas por una falta de análisis de la realidad, en otros casos se trata de simple oportunismo electoral por parte de aspirantes a político/a. Pero si queremos trabajar por un cambio social serio que mejore realmente nuestras condiciones de vida debemos ser especialmente críticos/as con nuestras propuestas y analizar si éstas están basadas en reformas que enmascaran y perpetuan el sistema vigente o si por el contrario atacan a la raíz de nuestros problemas.

Que el sistema democrático actual es más que de’ciente es un hecho incuestionable pero la verdadera pregunta es si existe la posibilidad de un sistema político justo bajo un sistema economico injusto, asesino y ecocida cómo el capitalismo. Nuestra respuesta es que no, que bajo cualquier tipo de sistema político, mientras exista el capitalismo no seremos dueños/as de nuestras vidas.

La democracia en la que vivimos lleva desde su nacimiento grabada en sus genes el capitalismo. La Revolución Francesa (acontecimiento que la historia o’cial presenta como la salida de una etapa histórica –el Antiguo Régimen- al brillante y justo mundo moderno, en el que la nación en su totalidad toma protagonismo y ejerce la soberanía) fue en realidad la pugna por el poder entre dos clases: (1) la dominante, la feudal, contra la nueva clase social, (2) la incipiente burguesía que ya se había hecho con el poder económico y perseguía el control político.

En España la democracia moderna (obviando las breves experiencias republicanas) llegó con la Transición (otra supuesta victoria para todos/as), momento en que la clase empresarial se deshizo de un régimen político (el franquismo) que le fue muy útil para aplastar a la poderosa clase obrera de principios de siglo pero que ya no era útil y le impedía integrarse en las estructuras capitalistas internacionales como la UE y la OTAN. Esta integración era absolutamente indispensable a partir de los años 1970, durante los cuales el capitalismo global empezó a dar su última gran vuelta de tuerca que iba a introducir la realidad globalizada que hoy padecemos.

Desde la llegada del binomio democracia-capitalismo las condiciones laborales y de vida, los lazos sociales, la solidaridad entre iguales y las organizaciones obreras no han hecho más que degenerarse, puesto que, al reducir la idea de “política” al idealizado y absurdo acto del voto, el interés por la misma desaparecía.

Últimamente se ha hecho aún más obvio que la política en democracia es un espectáculo más, igual que el fútbol o la prensa del corazón y que quien toma las decisiones está por encima de los/as “representantes” de la ciudadanía: “El 20 de noviembre, ahorrate intermediarios, vota Botín” rezaba sarcásticamente un cartel en las últimas convocatorias del movimiento 15M.

Como venimos observando, a la hora de encontrar “salidas” a la crisis, el capitalismo (o “los mercados”, como dicen los/as que tienen miedo de llamar a las cosas por su nombre) tiene herramientas de sobra para manejar gobiernos a su voluntad: lobbies, organizaciones internacionales/supranacionales (FMI, BM, OMC, Banco Central Europeo), medios de comunicación, inversión extranjera, etc.

La fortaleza del capitalismo, que cuenta tan sólo con unos pocos siglos de antigüedad, ha consistido siempre en su 4exibilidad o capacidad para adaptarse a distintos escenarios: dictadura, democracia o autarquía. Tras la Segunda Guerra Mundial nuestros/as abuelos/as sucumbieron a los cantos de sirena del Estado del bienestar. Ahora que somos mucho más débiles, precisamente porque nos han hecho perder gran parte de nuestro sentimiento de comunidad, de fuerza, cometeremos el mismo error si nos conformamos con cambiar de collar.

No podemos pensar en las elecciones o la reforma de la democracia como una forma de luchar contra el capital, ya que el aparato estatal ha sido en todas sus formas (feudal, dictatorial, sovietica, democrática) la herramienta de los/as poderosos/as para mantener sus privilegios. Cada vez que una lucha se desvía por caminos electoralistas pierde toda su fuerza. Por ejemplo, el antimilitarismo en luchas como el movimiento contra la guerra de Irak quedó en nada cuando el PSOE aprovechó para sacar un puñado de votos. Prueba de ello es que ahora no se dan esas movilizaciones contra la guerra de Afganistán o Libia, ejempli’cando la capacidad del actual sistema político de absorber aquellas propuestas que en mayor o en menor medida forman parte de su lógica, con el objetivo de sofocar las luchas y desviarlas hacia cauces institucionales, tornando nuestras reivindicaciones en concesiones y no en triunfos colectivos.