El gran golpe: la democracia parlamentaria como sistema de dominación

La participación política entendida en su sentido más tradicional: no sólo voto, sino activismo político, participación en la toma de decisiones, etc. desde hace años ha experimentado una profunda caída en sus términos más generales. Este desinterés, especialmente extendido entre la población más joven, estaría en la base de la despolitización de la vida social, del tiempo de indiferencia en el que vivimos.

La democracia parlamentaria tuvo desde sus inicios una concepción del ejercicio político excesivamente institucionalista, sacando la actividad política de la calle, profesionalizándola y llevándola a sus grandes edi’cios exclusivos. Se partió de una visión de arriba abajo que centró exclusivamente las formas de participación en los partidos y las elecciones. El delegacionismo es, pues, consecuencia de una política alejada, en el fondo y en las formas, de las preocupaciones cotidianas, de aquellas que nos atañen a nosotros/as y a las personas con las que nos cruzamos en el metro o esperamos al verde del semáforo.

Pero, a pesar de que nos hayan educado en este delegacionismo (representación de estudiantes, delegados/as de curso, consejo escolar, presidentes/as de la comunidad de vecinos/as, representación de trabajadores/as….) haciéndonos creer esta metodología de participación como la única viable e inevitable, ésta no es más que es una práctica política muy bien pensada que responde a unos orígenes e intereses. El delegacionismo -votamos y nos desentendemos, muchas veces irresponsablemente- al que se ve reducida la democracia tiene mucho que ver con el estilo de vida que impone la sociedad capitalista en la que estamos inmersos, basada principalmente en una individualización de los sujetos y eliminación de todo tejido social debido a la fragmentación/especialización del mercado laboral. Todo esto unido a la esclavitud laboral que sufrimos y que sólo nos deja tiempo para pensar en facturas e hipotecas, refuerza la idea de la individualización/atomización y con ella, la aceptación de la imposibilidad o impotencia, llevándonos a un inevitable delegacionismo y titiriteo político.

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Hemos perdido el espacio de la política como campo donde se deciden los asuntos que atañen a la comunidad, hemos perdido la política como espacio común. Lo común no se opone a lo propio, sino a lo privado. Lo común es lo que me pertenece como propio pero no en exclusiva, y por ello no están “privados/as” los/as demás de tenerlo también como propio. El neoliberalismo imperante en los últimos años nos hizo pensar en términos de individualismo posesivo. Privatizamos todo. Perdimos el sentido de lo colectivo y de lo común, y como consecuencia privatizamos también la política. Los partidos se profesionalizan transformándose en auténticas industrias políticas y se va consolidando una desgraciada casta de profesionales, cada vez más alejados/as de la sociedad de a pie y de sus problemas, los cuales no representan necesariamente a las personas particulares que les votaron sino fundamentalmente a las empresas e instituciones que sostienen ‘nanciera o publicitariamente su campaña política y la gestión de gobierno. La política devino en una “profesión” (en la que se hace “carrera”) al servicio de intereses particulares y de la propia salvación económica. El gobierno se transformó cada vez más en la implementación de estrategias para ganar las siguientes elecciones y seguir en el poder. Nadie pensó en lo común. Desde hace muchos años rige el sálvese quien pueda y como pueda.

De esta profesionalización de la política surgieron dos grupos: los/as ambiciosos/ as vendedores/as de promesas que halagan los oídos de los/as votantes/as – compradores/as- pasivos/as. Estos dos grupos se relacionan entre sí mediante una lógica capitalista, de mercado, en la que los/as representantes no se dirigen a los/as votantes como personas racionales, que piensan sobre sus necesidades y las posibles maneras de paliarlas, sino como simples consumidores/as a los/as que vender su producto. La persuasión sustituye a la deliberación, que sólo se podría dar en el plano horizontal, entre iguales. El “debate” político que llega a los/as votantes se encuentra plagado de simpli’caciones, maniqueísmo y hace gala de una falsa pluralidad. La libertad de elección es la misma libertad que tenemos ante un estante de supermercado: ¡elige producto, pero pasa por caja!